El experimento económico extremo que atraviesa Argentina está llevando a gran parte de la población a un acelerado empobrecimiento (a pesar de que las cifras oficiales, manipuladas descaradamente, intenten presentar otra realidad). Al mismo tiempo, obliga al cierre de numerosas empresas, incluyendo medianas y grandes, y desploma la actividad en sectores fundamentales para la generación de empleo, como la construcción. El líder que hoy gobierna, atrapado en un delirio ideológico, y sus asesores de dudosas intenciones, se dedican con fervor a desmantelar el Estado, amparándose en teorías de economistas marginados que nunca fueron tomados en serio por gobiernos relevantes, o en intereses corporativos cuyos directores dependen de subsidios estatales, exenciones impositivas y contratos públicos (como la compra de armamento) para garantizar los extraordinarios beneficios de sus compañías y los abultados salarios que perciben, que pueden alcanzar hasta cientos de millones de dólares al año. Según Standard and Poor, el salario promedio de los CEOs de las 500 mayores empresas supera los 18 millones de dólares anuales, con una élite que llega a rozar los 200 millones. Por eso no sorprende la complacencia con la que estas élites escuchan a Milei hablar de destruir el Estado, sabiendo que es precisamente ese mismo Estado el que asegura sus fabulosos beneficios.
La obsesión ideológica del gobierno de Milei es un fenómeno sin precedentes en un país ya acostumbrado a las exageraciones. “Soy el topo que destruye el Estado desde dentro” es una de esas frases que quedarán para la posteridad en los manuales de historia económica como ejemplo de una aberración política e intelectual. Durante una entrevista con el medio estadounidense The Free Press, Milei profundizó en su retórica y declaró: “Es como estar infiltrado en las filas enemigas. La reforma del Estado debe realizarla alguien que lo odie, y yo odio tanto al Estado que estoy dispuesto a soportar todo tipo de mentiras, calumnias e injurias, tanto hacia mí como hacia mis seres queridos –mi hermana, mis perros y mis padres– con tal de destruirlo”. Esta declaración es profundamente preocupante, ya que revela que las decisiones económicas del país no se basan en una evaluación racional, sino en un trauma personal del ocupante de la Casa Rosada. Ni Margaret Thatcher ni Ronald Reagan, a pesar de su conservadurismo, llegaron a expresarse en términos tan absurdos. Ambos entendían que el Estado era indispensable para apoyar la economía privada, garantizar el crecimiento y preservar la cohesión social. Milei, por el contrario, parece atrapado en una fantasía donde imagina un capitalismo sin regulaciones estatales, una utopía que nunca ha existido fuera de su mente ni la de sus seguidores más fanáticos.
El desconocimiento de Milei sobre el papel del Estado resulta asombroso. Alguien debería recordarle que, en los países del G7, el gasto público como porcentaje del PIB varía entre el 42 % (Japón) y el 58 % (Francia). En contraste, en países como Gabón, uno de los más pobres de África, este porcentaje es del 23 %, y en Burundi o Sudán del Sur, es incluso menor. Las políticas de Milei nos empujan hacia estos últimos escenarios, no hacia los utópicos paraísos prometidos tras décadas de sacrificios en el oscuro “valle de la transición”. Ya vivimos algo similar durante el menemismo, y conocemos el desenlace.
Por otra parte, Milei no es el único en su gobierno que profiere disparates. Federico Sturzenegger, ferviente defensor de la desregulación, llegó a afirmar: “Para cada necesidad habrá un mercado”. Esta declaración, además de equivocada, denota una insensibilidad atroz al convertir necesidades humanas esenciales –como salud, educación y vivienda– en simples mercancías. Si esta premisa fuera cierta, ¿por qué no existe en esta Argentina, gobernada bajo los ideales del anarco-capitalismo, un mercado que garantice medicamentos oncológicos a las personas que mueren por falta de acceso? ¿Por qué, al reducir drásticamente la distribución de medicamentos gratuitos, los laboratorios farmacéuticos no compiten en lugar de conspirar para aumentar los precios, como ya advertía Adam Smith en La riqueza de las naciones?
Estas ideas no son meros desatinos teóricos. Constituyen coartadas para justificar un saqueo sistemático orquestado por las élites económicas. Es ingenuo creer que se trata de un debate de ideas. Como señaló Octavio Paz, hay que distinguir entre ideas –construcciones intelectuales sólidas y fundamentadas en evidencia– y ocurrencias, meras improvisaciones al servicio de causas indefendibles. La destrucción del Estado y la fe ciega en los mercados son ocurrencias que sostienen políticas destinadas a favorecer al capital concentrado, hundiendo a la mayoría de la población en la miseria.
El Estado que Milei demuele irresponsablemente es el que debería garantizar alimentos para los sectores más vulnerables. Allí donde el Estado desaparece, surge el narcotráfico para llenar el vacío, como ya ocurre en villas de Buenos Aires y el conurbano. Esto no solo agrava la pobreza, sino que también introduce nuevas luchas contra el crimen organizado. El proyecto de La Libertad Avanza, con su trasfondo antipopular y racista, no es más que una estrategia para imponer un “darwinismo social” que privilegia a los más fuertes mientras desarma ideológicamente a los más débiles.
En esta lucha desigual, los ganadores no son los más virtuosos o patriotas, sino aquellos dispuestos a cometer cualquier atrocidad con tal de aumentar sus ganancias, como abiertamente admite el régimen de Milei. Este gobierno no lidera una revolución, sino una regresión disfrazada de innovación.
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