Aquellos que en los años 80 pregonaban sobre las virtudes de la transición democrática en América Latina olvidaron deliberadamente un detalle crucial: sin medios de comunicación verdaderamente plurales, la democracia se convierte en una cruel pantomima. Hoy lo comprobamos con estrépito en Argentina, Ecuador, Perú y gran parte de la región, donde una prensa vendida a intereses corporativos y extranjeros funciona como brazo propagandístico de gobiernos antipopulares. Lo que tenemos no son democracias sino democraduras – sistemas híbridos donde se vota pero donde el verdadero poder lo ejercen grupos mediáticos que deciden qué se dice, qué se calla y cómo se interpreta la realidad.

 

El caso argentino es paradigmático pero no único. Mientras Javier Milei desmantela el Estado, congela jubilaciones y entrega recursos naturales, los grandes medios como Clarín y La Nación disfrazan el saqueo como “ajuste necesario”. Sus portadas ocultan las giras fracasadas del presidente – como su patética décima visita a EE.UU. donde ni Trump ni Biden lo recibieron – mientras amplifican cada supuesto “logro macroeconómico” basado en el hambre del pueblo. El mismo libreto se repite en Ecuador, donde Daniel Noboa coloca a exasesores vinculados al narcotráfico en su gabinete mientras los canales televisivos hablan de “modernización”. O en Perú, donde Dina Boluarte ordena masacres contra manifestantes y los diarios culpan a “violentistas”.

 

Esta distorsión mediática no es casual sino estructural. Harold Pinter, Nobel de Literatura, lo denunció al señalar cómo el poder utiliza “estructuras de desinformación que son una sarta de mentiras muy persuasivas”. Los grandes conglomerados mediáticos latinoamericanos son exactamente eso: fábricas de realidad alterna donde la entrega de soberanía se vende como “apertura al mundo”, los recortes sociales como “saneamiento” y la represión como “mantenimiento del orden”. Mientras, silencian escándalos que deberían derribar gobiernos: la vinculación de ministros con el narcotráfico, los acuerdos secretos con transnacionales, las reuniones clandestinas con embajadores.

 

El resultado es una ciudadanía intoxicada por narrativas diseñadas en redacciones que responden a juntas directivas cuyos intereses nada tienen que ver con el bien común. Se nos enseña a temer a las protestas sociales pero no a los fondos buitre; a sospechar de políticos tradicionales pero no de empresarios devenidos en mesías; a creer que la pobreza es falta de mérito y no consecuencia de un sistema diseñado para transferir riqueza hacia arriba.

 

Ante este escenario, la batalla por democratizar los medios no es un tema sectorial sino la madre de todas las luchas políticas contemporáneas. Sin romper el monopolio de la desinformación, cualquier cambio progresista estará condenado al fracaso, saboteado desde el primer día por aparatos mediáticos que pueden convertir victorias electorales en derrotas sociales mediante operaciones de desgaste permanente. Urgen medidas radicales: leyes que limiten la concentración mediática, apoyo real a medios comunitarios, educación crítica frente al consumo informativo.

 

Lo que está en juego no es sólo el derecho a información veraz sino la posibilidad misma de que existan sociedades justas. Mientras un puñado de familias controle lo que millones ven, escuchan y leen, seguiremos siendo países formalmente libres pero realmente sometidos. La próxima vez que un medio hegemónico hable de “crisis” pregúntese: ¿crisis para quién? La próxima vez que llamen “populismo” a políticas sociales recuerde: ese mismo término no usan cuando el Estado rescata bancos o subsidia multinacionales. La democracia sin medios libres es como un cuerpo sin sistema inmunológico: incapaz de defenderse de los virus del poder.

 

Hoy más que nunca, recuperar los medios es recuperar la patria. Quienes controlan las narrativas controlan el futuro, y hasta que no arrebatemos ese poder de las manos de las oligarquías, seguiremos condenados a elegir entre distintas caras de un mismo modelo de dominación. La verdadera independencia no se celebra en fechas patrias: se construye día a día destrozando las mentiras que nos venden como sentido común. El periodismo libre no es un lujo: es el oxígeno de cualquier sociedad que aspire a llamarse verdaderamente democrática.

 

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