La detención del activista ambiental Federico Soria este lunes, tras presentarse voluntariamente a una audiencia judicial, no es un hecho aislado. Es, más bien, la continuación de un patrón de criminalización contra quienes defienden los bienes comunes en Argentina. Su arresto, junto al de Mauricio Cornejo en febrero, se enmarca en un conflicto histórico: la resistencia a la instalación de Minera San Jorge en Uspallata, Mendoza, una lucha que lleva casi dos décadas y que hoy se ve agravada por la adhesión de la provincia al Régimen de Incentivos para Grandes Inversiones (RIGI), aprobado bajo la polémica Ley Bases en 2024.

 

Lo más alarmante del caso es la inconsistencia en las acusaciones. Edgardo Vera, presidente de la Cámara de Proveedores Mineros de Uspallata, inicialmente descartó la participación de ambientalistas en un incendio en la sede de la empresa, pero días después cambió su versión y señaló a Soria y Cornejo como responsables. Como bien señaló Sol Poblete, de la Asamblea Socioambiental Guaymallén, este giro repentino evidencia que la causa está “armada”. No es la primera vez que el poder judicial y económico utilizan herramientas legales para perseguir a quienes se oponen al extractivismo.

 

La jueza a cargo declaró la causa “incompetente” por irregularidades, pero el daño ya estaba hecho: el caso pasó a la justicia federal, prolongando la presión sobre los activistas. Mientras tanto, Cornejo —quien eliminó la Secretaría de Minería durante su gestión— sigue bajo la mira por denunciar la laxitud en los controles ambientales. Según Poblete, el gobierno presentó 45 proyectos mineros con un mismo estudio de impacto ambiental, algo absurdo dado que cada territorio tiene características ecológicas únicas.

 

El trasfondo de estas detenciones es claro: silenciar la oposición a un modelo extractivista que prioriza el beneficio económico sobre la vida. Uspallata no es un territorio cualquiera: es la cabecera de la cuenca del río Mendoza, fuente de agua para gran parte de la provincia. La megaminería, con su uso intensivo de químicos como cianuro y ácido sulfúrico, representa un riesgo irreversible para ese recurso.

 

Las asambleas mendocinas lo saben bien. Desde 2006, resisten la instalación de Minera San Jorge, y en 2019 lograron revertir la derogación de la Ley 7722, que prohibía el uso de sustancias tóxicas en la minería. Aquellas masivas movilizaciones mostraron que la sociedad no está dispuesta a intercambiar agua por oro. Sin embargo, el RIGI —que favorece a grandes capitales con exenciones fiscales y flexibilizaciones ambientales— reavivó el conflicto, demostrando que los gobiernos, en lugar de proteger los bienes comunes, actúan como facilitadores de las corporaciones.

 

La detención de Soria y Cornejo no es solo un ataque a dos individuos, sino un mensaje para todo el movimiento socioambiental: “Quienes defiendan la tierra y el agua serán tratados como delincuentes”. Esta estrategia de judicialización de la protesta no es nueva; en América Latina, decenas de activistas han sido encarcelados, perseguidos o incluso asesinados por oponerse a proyectos extractivos.

 

Lo ocurrido en Mendoza refleja una democracia frágil, donde el Estado, en lugar de garantizar derechos, protege intereses privados. Si la justicia no actúa con independencia y las detenciones continúan siendo utilizadas como castigo a la disidencia, el conflicto no hará más que escalar. Las asambleas ya lo han dicho: no claudicarán. Y mientras el gobierno insista en imponer la minería a cualquier costo, la resistencia —como el agua— seguirá fluyendo.

 

La persecución a Federico Soria es un síntoma de un sistema que criminaliza la defensa del ambiente en lugar de protegerlo. En un contexto de crisis climática y escasez hídrica, criminalizar a quienes protegen el agua no solo es injusto, sino suicida. Mendoza —y Argentina— deben decidir si el futuro será de vida o de saqueo. Por ahora, la respuesta la están dando las calles.

 

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